lunes, 19 de agosto de 2013

Era la primera vez que visitaba el bar de las Mujeres Planta 
y pidió una regadera, 
esperando que así las cortezas de sus dedos 
se convirtieran en tallos verdes de cebada
 con los que alguien
pudiera purgarse.





domingo, 4 de agosto de 2013

¿Recuerdas cuando eras pequeño y alguien más grande que tú, te colocaba sobre sus pies y caminaba contigo, sujeto, sobre ellos? Mis primas mayores jugaban a eso conmigo. Me decían: " A sus órdenes señorita, soy el robot  de las patas largas. ¿A dónde quiere ir?". Y daban pasos muy amplios, enormes zancadas que eran como volar o por lo menos como saltar edificios. Casi siempre me caía muerta de risa, incapaz de mantener el equilibrio por la emoción. Era un juego muy parecido al de ser un avión.

Estábamos en aquel desván oscuro y lleno de polvo iluminado sólo por una breve luz azul. Había también una mesa con plásticos pegajosos cubriéndola.  Todo indicaba que allí había tenido lugar una fiesta. Y nosotros éramos parte de los residuos. Caminábamos a la vez, nos movíamos acompasados conmigo sobre tus pies,  los de ambos sin zapatos, mientras me sujetabas. Girábamos a un ritmo regular por ese sitio. El suelo era de una madera muy vieja y había pelusas. Recuerdo como las astillas se enganchaban en mis calcetines, aunque no sé porqué las notaba, si caminaba sobre tus pies agarrando tus manos, con los brazos extendidos paralelos a los cuerpos. Era una danza rara, y pese a la dificultad que debería implicar aquello lo hacíamos ligeros y con naturalidad.  Alguna vez me sujetaste por la cintura, pero poco. Bailábamos extrañamente por aquel suelo miserable. Y él (tú) observabas todo tranquilo, actitud neutral. 
Allí olía a urbe mojada. Corría el aire caliente de los sistemas de ventilación artificial. 
Éramos todos un poco transparentes, capas de papel cebolla superpuestas.  Y de rato en rato murmurabas tan cerca, aunque no te esforzabas demasiado y no podía entenderte. Creo que esas palabras en forma de humedad, desvaneciéndose en mi pelo, contenían la certidumbre de lo imposible. Yo entonces mantenía la cabeza agachada, sólo miraba el suelo. Me sentía como un furtivo al hacerlo de frente. Pero siempre, durante todo el tiempo que aquello duró, me encontré a gusto con el movimiento. Arrullada. 
Regresé.

Desde entonces, camino levemente porque el suelo de aquí es firme, sin imperfecciones. No hay astillas camufladas que puedan herirme. Pero yo prefiero no pisarlo, no me fío de su apariencia segura. No me fío porque está tan limpio que rechaza mis huellas. El frescor de pino vuelca sus agujas por mi garganta. Así no se puede hablar.
Nuestros cuerpos han vuelto a ser de carne, tan herméticos como cualquier otro. Nos movemos autónomos por este espacio más limpio y más confortable, sin posibilidad de errores en nuestra trayectoria. Fue difícil acostumbrarse a tanta luz de nuevo. Una cegadora claridad mató todas las sombras, lloré un poco… Aquí mantenemos la distancia suficiente para que nuestras palabras lleguen a su destino secas y enteras. Si no hay garantías de que vaya a ser así, callamos. O les buscamos otro destinatario. Al menos yo. 

No sé cómo llegamos a aquel desván, por eso no puedo encontrarlo. Pero si alguna vez regresamos no voy a marcharme. Aceptaré el misterio sin hacer preguntas. Nos quedaremos. O puede que me abandonéis, como venganza o justicia, decepcionados de mi pero orgullosos de vosotros mismos. Me gustaría que eso no lo hicierais (no lo hagas).

Voy a colocar muy despacio mis pies sobre los tuyos.

Voy a mirarte de frente.

miércoles, 24 de julio de 2013

Empecé la casa arrastrada por la inercia de los inexpertos, que al final lo acaban todo gracias a la suerte. 
Cada mañana, al despertar, había una pared nueva y se abría en ella, consecuentemente, una ventana o una puerta. Los muebles colonizaron todo, y apenas nos dejaron espacio. Cuando me dí cuenta de que habíamos dejado de ser Los Privilegiados Habitantes fue al ver mis patitas de ácaro, envuelta en una sábana. Me sentí perdida ante aquella extensa llanura blanca, y fui a buscarte para que me ayudaras a recuperar mi forma natural. Temía que en algún momento te sentaras en la cama sin saber que yo estaba allí, diminuta, devorando las escamas de mi anterior piel humana. La falta de estómago me impedía plantearme debates éticos al respecto, y me adapté en poco tiempo a la superficie suave de la colcha. 
Agradecí por primera vez tu manía de bajar siempre tanto las persianas y maldije la nota que te dejé sobre la mesa, unas horas antes, recordándote que hicieras la colada.

martes, 23 de julio de 2013

I

Nos encontramos y nos raptamos.
 Me dabas la mano, caminábamos sobre yerba verde y amarilla, arcilla y espigas. 
Algo me picó: un aguijón indoloro, y sujetaste mi brazo, lo levantabas (tan ligero) poniéndolo a la altura de mis ojos para mostrarme que sólo era una semilla de belleza, una pluma de pájaro que se introducía en mi piel, o una planta. Se quedó allí. Lo contemplamos.
Había dos caminos, aunque entonces lo ignorásemos, y discurrían paralelos. Estaban todos con nosotros. Él delante, marcando el paso y el rumbo. Los demás agrupados al fondo. Tú y yo en el medio, les veíamos desde el  camino más alto y  estrecho. Me dabas la mano, y qué tibia era. Cómo me templaba el alma.  Cada pequeño cambio en la presión que ejercías, me indicaba por dónde seguir. Cada vez, el sendero era más estrecho y más inclinado, pero disfrutábamos de nuestro paseo y no sentíamos peligro. Como dos amigos borrachos volviendo a casa, sinceros, para los que un tropiezo sólo es risa o llanto.
Al final había una pequeña rampa por la que yo, soltándote, bajaba rápidamente porque así es como se bajan las cuestas. Ójala me siguieras. Él no me daba la mano, sujetaba mi cintura.  Empezaron a pesarme las piernas. Si me daba la vuelta…
 Sonreí la pena y disfracé la culpa.

Era una tarde de verano y creo que al final del camino nos esperaba una catedral. Todos disfrutaban con la piedra, y yo deseaba quedarme ciega con sus reflejos dorados, para no verme nunca más. 

II

Los besos en las rodillas. 
Tú de rodillas, 
yo sólo rodillas y piernas y pies,
 todo lo demás no está, me he ido.

Desde las rodillas hacia arriba    
                                                              me
                                                                                he

                                                                                                esfumado. 

III 

Quería sorprenderte, que me encontraras deambulando entre los objetos más raros y poder contarte cosas sobre ellos. Te acercaste y seleccionaste uno. Empecé a recitarte sus secretos, aprendidos de memoria. Me mirabas y tenías esa sonrisa de saber que, en realidad, los míos los estaba callando. Me mirabas como miran los padres a sus hijos cuando mienten, pero es una mentira divertida. Yo a ti te miraba hacia arriba, desde abajo. 
Qué mas da lo que expliqué, al fin y al cabo, si mi voz se oía rara, si esa no es mi voz. 
En realidad las palabras me temblaban en la  boca porque el corazón me latía muy deprisa. Qué avidez de decirte, de descubrirte cómo se construyeron los objetos más raros. Si te digo la verdad, cómo me gusta hacer trampas y mirarte  desde arriba, hacia abajo.

martes, 24 de julio de 2012



Soplaban el viento, mordían el aire tratando de apagarlo. Han quedado exhaustas por el esfuerzo y ahora, con la con la resaca del cansancio acumulado durante años, deciden partir hacia un exilio incierto. Yo, que las miro tanto y tan cerca, he visto como abandonaban la batalla lentamente, planeando el final, creyéndose vencedoras frente a lo intangible. Desgastadas y enfermas de engaño voluntario, me suplican favores imposibles. No les demuestro mi impaciencia, siempre que puedo guardarla. Tendrían que haberme desterrado para permanecer ellas en este lugar, pero alguien se empeñó en atar los cordones de mis zapatos mientras comíamos y el nudo ya no puede desahacerse. Me resigno a mi estatismo y aceptaré su ausencia. Me quedaré con el esqueleto al descubierto, exponiendo todos los secretos.


lunes, 23 de julio de 2012

Esperaba que no ocurriera nunca. El deseo de inactividad era tan sincero que pesaba en el estómago. Pero no traté de huir, dejando así mis manos limpias. Los dientes blancos y puros sin jirones de carne escondida. Atravesé con las uñas pieles invisibles que me sonreían con lágrimas de sangre en sus millones de ojos. Lo hice llevada por la certeza de la irreversibilidad, la consciencia que hiere y arrastra; reconforta y abraza.
Delicadamente envolví los restos: tristes plumas grises y mojadas esparcidas por el suelo, de las alas que unas vez se batieron regias.
Una piel húmeda y fría, pero que cubre la vida.


domingo, 22 de julio de 2012

Observo a través de la ventana los colores que caracterizan esta tierra de tejados oxidados, quemados por un sol que todo lo abrasa. Algunos son más jóvenes y le devuelven los rayos al cielo desde cristales inclinados. Quienes se encuentran bajo ellos no temen al fuego: están protegidos por el frío de sus neveras, y cuando hablan, sus palabras quedan suspendidas en el aire como nubes de humo.
Donde se acaban las tejas una línea amarilla establece el último límite. Detrás de ella no hay nada, salvo ese gris plomizo que amenaza con dejar caer todo su peso sobre nuestros cuerpos de hormiga.